domingo, 11 de marzo de 2007

JUAN DE DIOS MENA


JUAN DE DIOS MENA
(poeta, pintor, escultor… y gaucho)

Rigurosamente, dicho en nuestro idioma sencillo y expresivo, como nosotros lo entendemos, Juan de Dios Mena no fue huésped de Puerto Gaboto, sino uno de sus hijos gloriosos. Nació en 1897 en algún rancho del poblado. Una de las viejas acepciones de la palabra huésped le dan a éste la calidad de dueño del lugar y por eso a nuestro artista le asiste el derecho de entrar a formar parte de esta peculiar galería. Nosotros diríamos que fue huésped en su propia casa.

Su permanencia en Puerto Gaboto, fugaz y formativa, es suficiente para forjar algunos hechos y recuerdos. Precisamente, al hilvanar estos últimos, Mena nos ahorra la tarea de hacer el relato de su infancia y tiene la virtud de recordarnos la nuestra. En sus “Recuerdos” nos habla sencillamente así:

“Era un rancho de barro, con el techo de paja,
de tijeras muy rústicas y de cumbrera baja”

Descripción precisa de las viviendas que eran objeto de nuestra curiosidad en el barrio indiano cuando chicos (1) y luego más tarde cuando tratamos de arrancar si el secreto de esa arquitectura provenía de las veinte casas de paja que construyó Sebastián Gaboto en el primitivo pueblo de Sancti Spiritus. Lo cierto es que Mena, de recia contextura física y de regular estatura cuando adulto, si hubiese tenido que vivir sus años de plenitud en el rancho paterno, acaso tuviera que hacer una ligera reverencia para trasponer la entrada.

“Había un algarrobo que al patio daba sombra
y que endulza la lengua cada vez que se nombra”

Signo distintivo de una vegetación que aparece en el primer poblado hispano del país, este algarrobo debe haber sido una réplica del árbol donde fue asaeteado Sebastián Hurtado, salido de las páginas de Rui Díaz de Guzmán cuando nos cuenta el sacrificio de Lucía Miranda.

Amargo recuerdo para nosotros: para Mena niño, dulzura de fruto y sombra acogedora en el verano.

Continúa Juan de Dios indicándonos que función cumplió ese rancho:

“Allá empezó la vida, con sus pasitos lerdos

y de allí vienen estos viejos recuerdos,
como brisa cargada de silvestre fragancia
que renueva la añeja frescura de mi infancia.
Allí pase esas horas en que uno se desteta
de patas en el suelo, besando una galleta”

Gráfica expresión que abarca en conjunto a todos los niños gaboteros de aquella época. El pan nuestro de cada día, el pan de gringo, estaba desterrado. El panadero amasaba muy pocos kilos con levadura para una pequeña minoría, el resto, iba todo al horno para el pobrerío de la ranchada transformado en galletas por cuya consistente corteza resbalaban los dientes de leche de los más chicos hasta que, humedecida, conseguían incarse en ella. Así besaba Mena su galleta y también como todos los niños del lugar comenzaba a gatear descalzo para acostumbrarse a andar en pata.

“Creo que de muchacho no fui muy travieso”
nos dice, y como vergonzoso de no haberlo sido deja el verso sin su consonante.

“Me parece que nunca, porque si rompí un nido
lo hice inocentemente, por mirar al polluelo
que en la rama más alta se emborracha de cielo”

Así tenía que ser. A fuerza de estar en contacto con la divina algazara de los pájaros, aprendimos a quererlos (2).

Otro, Juan de Dios, Juan de Dios Peza, el gran poeta mexicano nos había dicho antes, cantando al polluelo:

............................

“No lo mates, no lo hieras,
sé bueno y deja a la fiera
el vil placer de matar”.

Prosigue Mena en sus “Recuerdos”:

“Yo no tuve la suerte del juguete costoso,
pero por falta de eso no fui menos dichoso”

¿Quién tuvo la suerte del juguete costoso en el Puerto Gaboto de principios de siglos? Pocos o ninguno. Nos sentimos identificados con Juan de Dios Mena ante la ausencia de esa dicha de la infancia. Total… para qué habrían de servir los juguetes si los juegos eran otros, simulacros de las grandes distracciones populares como cuando jugábamos a las carreras de caballos con los “pichicos”, al balompié con una vejiga inflada, a las incipientes carreras de autos con un aro o rueda impulsada con un alambre en forma de horquilla y a otras inocentes diversiones en las que el recuerdo de la armónica de boca representaba la más codiciada baratija.
La felicidad estaba en nosotros mismos, y así lo expresa el poeta:

“No protesto ni culpo por mi origen modesto
Si hasta me sobran cosas que generoso presto
y quisiera en mis versos y lo mismo en mi vida
darme como en un cauce de agua limpia y florida…”

Pintor y escultor, pintaba y esculpía en su poesía. Sigue con las pinceladas de su rancho y burilando a punta de cuchillo en la madera blanda de sus sentimientos.

“En una de esas tardes en que se intercombinan
la tristeza del campo con velos de neblina,
andaba sus distancias la soledad feliz
montada sobre el pico de una inquieta perdiz.
Mi abuela, viejecita, como de setenta años
muy cargada de arrugas y muchos desengaños
me contaba pasajes de algún gaucho matrero
que yo escuchaba, atento, sentado en el mortero”.

Había muchos cuentos de gauchos para contar y generalmente ese era el tema preferido de los chicos que en su entorno recogían las imágenes y las palabras de sus mayores, saturadas de ese tipo de literatura oral. Las aventuras de los cuatreros dominados por el Comandante Pérez (3) que no por ser delincuentes no han de haber sido también matreros, corrían de boca en boca, como corrieron más tarde -acaso después que se fue la viejecita “como de setenta años”- las aventuras de Centurión (4).

La mejor silla para escuchar los cuentos, según se advierte, era el grueso mortero de piedra o de madera dura que, con su “mano” estaba siempre en la puerta de los ranchos listo para picar los granos de “abatí”, vieja herencia de los timbúes, que desde antes de los tiempos de Sebastián Gaboto, se venía cultivando en los alrededores.

“Y se quedaba, a veces, unos instantes muda,
como si en los recuerdos tuviese alguna duda,
o con largos suspiros entrecortaba el cuento,
en tanto que al alero lo iba peinando el viento”.

Efectivamente, el alero de muchos ranchos estaba hecho para ser acariciado por la brisa. Su borde, a propósito para que el aire jugueteara en él, dejaba escapar de su entretejido los flecos de un festón de achiras.

“Y ocurrió que el padrino llegó a ver mis abuelos
trayéndome un paquete grande de caramelos.
Habló casi en secreto, pero entendí que dijo
que yo iba a estar con ellos como si fuera un hijo.
- “Y lo que aquí te falta, puede que allí te sobre…
Así expresó mi madre... Y lloraba la pobre.
Después por el camino bordeado de aromitos
yo veía los ranchos cada vez más chiquitos...
Qué crepúsculo triste me esperaba al final
de ese viaje que fuera para mí tan formal”.

Sentirnos la fuerza de un paralelismo al escuchar estos últimos versos del adiós. Un paralelismo con el Gabotero que también se aleja:

“Con los ojos llenos de lágrimas se despidieron los viajeros en silencio y a medida que se iban alejando comenzaron a hacerse cargo de la realidad, hasta que las últimas copas de los árboles y la cruz de la iglesia desaparecieron de la vista” (5)

El desprendimiento infantil de Puerto Gaboto quedó sentado así en sus “Recuerdos” cuyas estrofas parcialmente hemos transcripto.

Sin embargo, aparentemente el poeta trata de evadirse de una triste reminiscencia. No quisiéramos descubrirla porque si él no la aventaba, era con seguridad para que no se supiese; pero, fieles a una realidad, aunque sea amarga, trataremos de decirla suavemente.

De entre unos apuntes que nos han llegado desde Resistencia, sin pie de autoría, entresacamos un párrafo:

“A Juan de Dios Mena lo acompañó desde la adolescencia un facón cabo de plata, orgullo de gauchos. En él había confiado la seguridad de su persona. Con él cruzó montes agrestes y enfrentó infinidad de peligros, teniendo por único testigo la soledad. A su espalda, la selva maravillosa, poblada de acechanzas. Con ese mismo tacón dibujó la sonrisa de su juvenil amor y escribió los primeros versos sobre la tierra árida. Con él talló los primeros grotescos”. (6)
No sería el mismo facón descripto: quizás alguna cuchilla de hoja larga, envainada al costado de su cintura, el arma que lo acompañaba en sus andanzas en Puerto Gaboto, cuando aún muchacho trabajaba en el almacén de Juan Larrategui, garabateando libros, libretas de fiado y papeles, y mezclándose en el quehacer de venta de la mercadería,
En aquel tiempo era necesaria la precaución de andar armado, en especial para quien tenía la virtud de ser “galante con las mujeres y mordaz con los hombres” o para quien, según uno de sus biógrafos, lo imaginaba “robando chinas en los ranchos, seduciéndolas con una copla” (7).
Mozo chacotón y alegre, había hecho culto del “visteo” con el propósito de ponerse a tono con uno de los juegos preferidos de la muchachada del pueblo. Su ejercicio perfeccionaba los reflejos naturales, daba elasticidad a las piernas y a los músculos, aguzaba la vista, ponía en juego las intenciones frente a los amagos y a los amagos frente a las intenciones y sometía a prueba la caballerosidad en el juego y la capacidad de no "calentarse" cuando sonaban las cachetadas.

La práctica generalmente era a mano limpia; pero para Mena y otros muchachos el adiestrarse así tenía poca gracia y preferían "vistear" con el cuchillo en la mano. Era una esgrima peligrosa, capaz de resultar sangrienta al mínimo descuido. Sin embargo, los contendores sabían atacar y defenderse de manera tal que siempre resultaban indemnes.

Nuestras madres, temerosas de que a sus hijos les ocurriese algo si pasaban del “visteo” inerme al armado, solían darnos consejos para desalentarnos.

- No te metas en esas prácticas, hijo- solían decir. La mayoría de las veces terminan mal pues "juego de manos, juego de villanos"; dicho español que no se avenía a la realidad gabotera, cuyo sentido ofensivo, solíamos corregir diciendo.

- No madre; juego de manos, juego de paisanos.

Y ocurrió lo previsto. Un día Juan de Dios, socarrón, alegre, seguro de sí mismo, inició el enésimo juego en un almacén de la localidad, con tal mala suerte que el cuchillo de su adversario, que no era la faca de un rival sino el instrumento de un amigo, lo hirió de gravedad en el cuerpo, sin quererlo, pues el encuentro había sido deportivo, sin ánimo alguno de reyerta.

Confuso episodio, cuya versión hecha circular primero por los testigos y luego por los que conocen la historia, la caratulan como un “accidente". La relación dice que Juan de Dios había ido un día al almacén de don Bautista Labat donde se desempeñaba como dependiente su amigo Gabriel. Empezó la chacota y Gabriel armado de un agudo y filoso cuchillo empezó a perseguir a su amigo dentro del lugar de trabajo. Mena tropezó y cayó de bruces detrás de una mesa. Desde el otro lado del mueble, con el cuchillo apuntando al lugar donde el perseguido había caído, sin verlo, Gabriel esperaba el momento en que Mena se incorporara para hacerle sentir acorralado; pero Mena, confiado, sin medir el peligro y las circunstancias, se levantó de súbito para proseguir su papel en este juego del gato y el ratón, con tal mala fortuna que el cuchillo le hirió entre las costillas, mientras Gabriel, no advertido, no pudo hacer nada para evitarlo y sufrió una aguda crisis de desesperación.

Más parece que esta escena fue creada “ex profeso" para la justicia de instrucción y la crónica policial con el fin de eludir responsabilidades y no demostrar que a uno de los contrincantes se le fue la mano.

Para su curación, con la lentitud y la incertidumbre de un viaje en tren, Juan de Dios Mena fue llevado a Rosario, y desde aquella fecha nuestro personaje se alejó de Puerto Gaboto "por el camino bordeado de aromitos”, no por el hecho de haber herido en su carne sino porque su amor propio de sintió herido.

Diríamos que el hecho conmovió sus sentidos y huyó buscando, una revancha en otras cosas más difíciles y así lo vemos trabajando como “escuadrón” en la ciudad de Rosario, mezclado entre gauchos correntinos y cuchilleros conchabados como milicos en la policía montada rosarina. En extraordinario cambio lo hallamos luego en la Capital Federal haciendo versos en la revista “Nativa" y cobrando cuentas a domicilio. Versátil, pasó rápidamente de la charrasca a la pluma. Pero el aire contaminado de las ciudades le asfixiaba, acostumbrado a la brisa cristalina del Coronda, y se aleja hacia el campo, rumbo al norte santafesino y luego a Colonia Baranda; provincia del Chaco. Su última escala es Resistencia, donde se planta como "capataz" en el "Fogón de los Arrieros" y bolichero en los bares conocidos como "Florida" y "América".

Había sido poeta y siguió siéndolo. Quería hacer trascender su sentimiento y sus imágenes; pero los versos son para quienes los leen y los interpretan. Muchos paisanos quedan afuera de este goce artístico.

Por eso, Mena, al decir “quisiera en mis versos y lo mismo en mi vida/ darme como en un cauce de agua limpia y florida", pensaba que su mano, su talento y su cuchillo podía traducir la dimensión de sus figuras para que todos las entendiesen, letrados y analfabetos, dando formas a los trozos de madera blanda que encontraba en abundancia en los bosques chaqueños.

¿De dónde recibió las lecciones de talla y de escultura? De ninguna parte. Observador cuidadoso de los tipos argentinos, ya sean ciudadanos, puebleros o campesinos, quedaron en él los trazos principales di esos personajes y, sencillamente, mediante el don empírico que le concedió la naturaleza, trasladó sus imágenes a la pulpa inanimada de un tronco para darles vida, gracia y significado.

Nada se le escapó de los usos y costumbres del campo: indios, criollos y gauchos desfilan en sus trabajos. Si hubiesen sido normales nadie hubiese reparado en ellos; pero, a propósito, los rostros, los cuerpos, los animales, sufren una deformación de quién sabe qué extrañas perspectivas o puntos de enfoque que el hombre simple califica de humor. No es ése el sentido que imaginó Mena, sino otro más sutil y agresivo, cargado de sabiduría, alegoría y tristeza.

Todas sus esculturas poseen un sello particular que no es nuestra misión advertir en detalle, pues ya lo ha hecho magistralmente Fernando M. Varela, uno de sus críticos (8).

Los grotescos resumen la realidad y no se crea que son para risa sino para pensar. Quien no quiera encontrar otra cosa en esos modelos, que no sea una vis cómica, disfruta del humorismo, y eso es decir bastante, pues Mena ha conseguido en ese caso arrancar del espectador una saludable reacción anímica y logrado que se consubstancie con su espíritu malicioso y chacotón. Superficialmente ha atraído a un amigo y si éste carece de profundidad para el análisis, eso ya no es culpa suya. En su fuero íntimo Mena sabe que "los muñecos viven el drama de los hombres" (9).

Ese mismo drama quiso el artista llevarlo a sus pinturas, pero el arte tridimensional fue más fuerte y le hizo relegar el pincel, que cultivó amoroso, sin mayores consecuencias.

A pesar del escaso tercer grado escolar de Puerto Gaboto (en la escuela fiscal no había más grados) no necesitó de otra instrucción para discernir sobre las costumbres de su pueblo que dieron nacimiento al carácter de su tendencia creativa, y usó del mismo medio indirecto que aprendió desde chico entre su gente, para corregirlas: el burlón, el apodo, la copla, el "por ejemplo", el chascarrillo. Tal vez no quiso enmendar las costumbres riendo (castigat ridendo mores) más bien pretendió ponerlas de manifiesto para hacer ver de que existían.

En 1954, Juan Mena, que era de Dios por su nombre, le entregó su alma en la ciudad de Rosario de Santa Fe donde fue traído, sacado de apuros del rescoldo familiar del “Fogón de los Arrieros”, en cuyo “taller” quedaron algunas muestras de un humor negro que también cultivó este hombre triste que ironizaba a la muerte sin tenerle miedo.
Sus amigos, los fogoneros de Resistencia, provincia del Chaco, lloraron con lágrimas de gauchos su desaparición (10). En los fogones más antiguos de Puerto Gaboto prendieron velas y contaron casos; pero nada de crespones y sí "un churrasco y que corra la ginebra y el mate amargo (11) como testamentó el difunto.


NOTAS

(1) Soler, Amadeo P.: “Puerto Gaboto”. Rosario, 1980, pág. 126.
(2) Ibidem, pág. 147
(3) Soler, Amadeo P.: “Los 823 días del Fuerte Sancti Spiritus". Rosario, 1981, pág. 63.
(4) Soler, Amadeo P.: “Puerto Gaboto”. Rosario, 1980, pág. 84.
(5) Ibidem, pág. 206.
(6) “Juan de Dios Mena. Poeta, pintor y escultor”. Hojas de difusión del “Fogón de los Arrieros”. Resistencia.
(7) Torres Varela, Hilda: En “El Fogón de los Arrieros” Resistencia (Chaco). Año 11, Nº 16. Abril, 1954. “Fragmento para un Inventario Sentimental”.
(8) Varela, Fernando M.; “El Humor en la escultura de Juan de Dios Mena” - Cuadernos de Literatura Nº 1, Edición Instituto de Letras, Universidad Nacional de Nordeste, 1982.
(9) Ibidem.
(10) “El Fogón de los Arrieros” - Resistencia, Chaco Nº. 16, abril de 1954.
(11) Ibidem. Editorial.


AMADEO P. SOLER
Los Gloriosos Huéspedes de Puerto Gaboto



Amadeo P. Soler, en su libro "Los gloriosos huéspedes de Puerto Gaboto", incluye entre los huéspedes ilustres de la época del descubrimiento y la conquista a Núñez de Balboa, Pedro de Mendoza, Martínez de Irala y entre los hijos “gloriosos” a Juan de Dios Mena. El autor aporta datos sobre la infancia de Mena (poeta, pintor, escultor… y gaucho), glosando una hermosa poesía titulada “Recuerdos” y rememora con ternura el desprendimiento del poeta del antiguo pueblo, cuando era “un mozo chacotón y alegre” que trabajaba en el almacén de Juan Larretegui, un vecino que se nos pierde en las sombras de ese tiempo como la misma infancia de Mena. Esa poesía, publicada en el Boletín de El Fogón de los Arrieros en abril de 1954, en homenaje al artista fallecido en esa fecha, aporta datos transfigurados por el verso:

Era un rancho de barro, con el techo de paja,
de tijeras muy rústicas y de cumbrera baja.
Había un algarrobo que al patio daba sombra...

ALFREDO VEIRAVE, Juan de Dios Mena, Ediciones Paralelo 32, 1983.







Juan de Dios Mena (Puerto Gaboto, Argentina,1897-Rosario, Argentina,1954)

Escultor y poeta autodidacta que adoptó el Chaco como residencia, donde desarrolló su obra escultórica y poética. Participó activamente del incipiente grupo de intelectuales y artistas de la sociedad chaqueña entre las décadas de 1930 y 1950 y constituyó el germen de El Fogón de los Arrieros, convirtiéndose en el "Capataz" de esta mítica institución de trascendencia internacional.
Creó una galería de tipos humanos del mundo rural y de pequeños poblados del interior argentino, que fueron expuestos en Capital Federal y en distintas ciudades del interior del país a lo largo de sus veinte años de producción, para luego de su muerte recorrer las principales capitales de Europa y Nueva York.
Por causa de una enfermedad, Mena murió en 1954 en la ciudad de Rosario, habiendo dejado una notable obra de poesía nativista y una producción escultórica cercana a las 500 tallas de madera, especialmente de curupí. Su galería de tipos humanos, supera lo anecdótico y circunstancial, para convertirse en una visión de mundo y en un ejemplo de maestría técnica conjugado con una concepción escultórica que hace caso omiso a la cuestión de escala. La originalidad de su obra lo consagra como una de las figuras artísticas más singulares del arte del interior argentino.

Malba - Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires
www.malba.org.ar

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