martes, 27 de agosto de 2013

JOSE ANTONIO SOLER, UN CATALAN EN PUERTO GABOTO

Un coche de plaza se detuvo frente a la estación de ferrocarril de la Compañía Francesa de la ciudad de Rosario de Santa Fe y de él descendió José Antonio Soler, un hombre delgado, de mediana estatura acompañado por una mujer, Rosa Josefa Nuto, un poco más baja con un niño en sus brazos. Descargaron algunos bultos que el hombre llevó hasta el andén, sin descuidar un segundo el pequeño maletín de cuero que portaba. Su figura daba la impresión de que se trataba de un médico: de cutis blanco, bigotes no muy negros, vestido impecablemente de oscuro, sombrero Orión y el cuello y puños de la camisa destacables por su almidonada blancura. Pero el signo de profesionalidad estaba dado por aquel maletín que a la sazón usaban los galenos para llevar su instrumental de visita. Sin embargo, la impresión era engañosa, no se trataba de un médico sino de un telegrafista. La indumentaria usada en aquella época por estos servidores de las comunicaciones, no obstante sus escasos emolumentos, inducía a confusión a cerca de su nivel económico, aunque lucían su atuendo con prestancia, sabedores de la jerarquía intelectual de su oficio.



Portada del libro LOS GLORIOSOS HUESPUEDES DE PUERTO GABOTO donde el historiador Amadeo P. Soler incluye la imagen de su padre, JOSE ANTONIO SOLER, como homenaje.


Esto sucedía en el otoño de 1914, en el ambiente turbulento de la primera guerra mundial que se desataría pocos días después y que en estas pacíficas tierras sólo se lo tomaba como un presagio. La gente desatendía los hechos: estaba en la tarea de construir y encontraba inverosímil la idea de destrucción que todo conflicto bélico trae consigo.
Acomodados en el vagón de segunda clase de aquel tren de trocha angosta que tardaría varias horas para llevarlos hasta la estación Maciel, ubicada en la línea a Santa Fe, el matrimonio esperaba las campanadas de la partida y, al comenzar la locomotora su lenta marcha acompañada por los resoplidos de sus escapes de vapor, trajo junto a la monotonía de aquel deslizar sobre rieles, el deseo de no decir palabras sino de ensimismarse en un mundo de recuerdos y proyectos.
La mente del hombre, de unos veinticinco años, se convirtió en un bullidero de nostalgias. Recordaba con tristeza su infancia azarosa en los extramuros de la ciudad Condal, desde donde habla llegado al país junto con un grupo de inmigrantes españoles confinado en la tercera clase de un buque destinado al puerto de Buenos Aires. Memoraba la escasa infancia pasada en el barrio de San Gervasio y la orfandad de su hogar de los bajos de la calle Mayor No. 40, donde su padre tenía un negocio de panadería; de su adolescencia pasada en las viñas de un lejano y pudiente familiar; de sus estudios de electricidad y radiotelegrafía en un instituto de Barcelona; de sus sueños de llegar a América, para conquistarla y para hacerla suya. Recordaba también su llegada a Argentina, el hotel de inmigrantes, las formalidades, la inseguridad de encontrarse solo en un mundo extraño. Le vino además a la mente el estímulo de esta tierra joven, promisoria, llena de connacionales y se sintió contagiado con la euforia del centenario de la independencia del país que lo acogía y a cuya celebración le daba brillo la visita de la Infanta Isabel. 
A pensamiento seguido vino su ingreso como telegrafista del Ferrocarril Central Córdoba, su empleo como jefe relevante en el mismo ferrocarril; su nuevo trabajo de telegrafista en el Ferrocarril Central Argentino, su casamiento, el nacimiento de su primogénito, salpicado todo esto con los recuerdos de clases particulares de electricidad, telegrafía y radiotelegrafía que impartía fuera de sus horarios de labor para complementar sus entradas. Su ingreso más o menos reciente en el Telégrafo de la Nación.
Su esposa no le iba a la zaga en los recuerdos; pero ella los tenía de orden local, pues había venido de muy pequeña con sus padres desde una villa cercana a Barcelona y su infancia y adolescencia habían transcurrido en esta zona santafesina, repartida entre la ciudad donde cursó sus estudios primarios en la escuela de Graciana Burucuá y una estancia de una localidad aledaña, en calidad de ama de llaves. Sus reminiscencias eran más bien afectivas y sentimentales como convienen a la naturaleza femenina.
El silencio había sido largo. El sol de la mañana golpeaba de costado a los vagones del convoy, desde adentro sus reflejos sobre el campo le daban un aspecto magnífico. El hombre interrumpió sus meditaciones e intentó explicar a su compañera los detalles de su itinerario.
-El camino que corre paralelo a las vías del ferrocarril es el comienzo del camino Real de la Villa del Rosario a Santa Fe de la Vera Cruz y va bordeando a regular distancia el río Paraná. Por ese camino llegaron hasta el Convento de San Lorenzo las huestes del General José de San Martín que batieron a nuestros compatriotas en la batalla del 3 de Febrero de 1813, y muchos años antes era transitado, en la época del virreynato por las diligencias y las carretas que hacían el viaje al Paraguay o al Alto Perú. Precisamente al llegar a San Lorenzo y a medida que avanzamos, el camino y los rieles se van alejando del río hacia el oeste buscando la localidad de Timbúes. El Paraná, por su parte, se va abriendo hacia el saliente desde Puerto San Martín dejando el lugar de la costa al río Coronda, uno de sus afluentes. Más adelante pasaremos por sobre el nuevo puente sobre el río Carcarañá que, serpenteando en la llanura, trae sus aguas mediterráneas para volcarlas en la corriente del Coronda. Finalmente, nos apearemos en Maciel y desde ahí todavía tendremos que andar hacia el río, por camino o por tren hasta Puerto Gaboto, algo así como ocho kilómetros.
Pero antes de concluir quiso refrescar algo de lo que había leído hacia poco tiempo en un boletín sobre postas. El camino paralelo a las vías a partir de San Lorenzo ya no es el mismo. El antiguo camino real seguía en línea recta hacia el Norte, atravesaba el arroyo San Lorenzo, seguía su curso hasta el río Carcarañá que era cruzado por un puente de madera un poco al oeste del Rincón de Grondona y bordeando siempre el río Coronda proseguía en la campiña de Gaboto donde dejando atrás la posta de Zabala, se mojaba en el arroyo de Monje y llegaba hasta la posta de la estancia de Marcial Maciel para seguir su derrotero hacia adelante: Barrancas, Coronda, Santa Fe...
Satisfecho de su breve explicación y después de pensar qué razones habían tenido los geógrafos para separar la ruta del río formando aquel bolsón inexplicable, siguió entreteniendo su mirada vaga en el paisaje y volvió a ensimismarse, pero esta vez no en sus añoranzas sino en las realidades presentes y en el incierto porvenir.
Su desplazamiento hacia aquella localidad portuaria no lo era por un deseo particular, sino por especial disposición de la Repartición de la que formaba parte. 
La lucha por la vida y por el salario era en el país muy ardua no obstante la inmensa riqueza de su suelo. No había desocupación. Al contrario, los brazos  que buscaban trabajo lo encontraban con prodigalidad, en especial aquello que habían logrado una especialización en sus tareas. Dentro de cada rama de quehacer nacional en especial los servidores públicos de Correos y Telégrafos a cuya falange de empleados pertencía nuestro hombre, la escasez de telegrafistas y de jefes de oficinas postales y telegráficas de campaña era pregonada nada por las publicaciones especializadas. En las colecciones de la "Revista Telegráfica" correspondientes a los años 1912, 1913 y siguientes se clamaba sobre la necesidad de interesar a la juventud en la práctica de las comunicaciones alámbricas y a la capacitación para regentear las oficinas del interior, avanzadas y vigías de la civilización y de la conquista de la cultura. El Estado exigía idoneidad, honradez, laboriosidad y esclavitud en el trabajo. Sin licencias, sin francos hebdomadarios, sin días domingo ni festivos y encontraba eco a sus exigencias porque aquellos esforzados servidores no reparaban en el sacrificio imbuidos como estaban de un acendrado patriotismo, queriendo contribuir con su pequeño aporte al progreso de su tierra, en pos de un bienestar futuro Además se sentían jerarquizados al formar parte,en cada núcleo lugareño,de un equipo de entusiastas que recibían por su labor, aparte de un pago numerario retaceado, el respeto y la consideración general, sentimientos que prenden en algunos espíritus estimulando y halagando su amor propio.
Sin embargo, no eran esas las ilusiones del futuro Jefe de Correos y Telégrafos  de Puerto Gaboto que viajaba con su esposa y primogénito en el Ferrocarril Santa Fe. Había aceptado ese camino acosado por las estrecheces de su hogar y por un sentido de responsabilidad hacia la familia que había comenzado a formar. Sopesaba las ventajas del vivir campesino donde era posible alcanzar la subsistencia tomando la verdura de la huerta, el alimento de su pequeña granja. Huía del infierno de una sala de trasmisión donde el murmullo de los aparatos esforzaba sus nervios, del ambiente insalubre que respiraban los telegrafistas hacinados codo a codo, de la secuela de aquella labor descontrolada en tiempo y horarios que llevaba a muchos a enfermedades incurables como la tisis y el calambre del telegrafista. De salud aparentemente precaria buscaba en el aire puro de la costa el soplo reconfortante para su físico. Deseaba la tranquilidad serena de una ínsula solitaria para dar rienda suelta a sus especulaciones matemáticas, a la profundización de sus estudios técnicos iniciados y cortados abruptamente en la lejana España, a la experimentación de los avances en la técnica radioeléctrica, a satisfacer, en fin, su vena de curioso investigador. Inmigrante, aún desarraigado no había prendido todavía en él aquel sentimiento patriótico que impulsaba a sus colegas naturales, ni tampoco le atraían los halagos de la jerarquía pueblera. En resumen, iba allí a tentar su destino, su acaso, su azar en los que no creía. Sabía también de las penurias que debería pasar habitando en aquel lugar que, por referencias confirmadas, no poseía alumbrado público, no tenía un médico siquiera, ni servicio sanitario alguno, ni policía suficiente para contener los desbordes de una población flotante de hombreadores de puerto, borrachos, pendencieros y prófugos de la justicia, que llegaban hasta allí buscando trabajo en la temporada de los embarques de granos. 
Con estos pensamientos, su mirada cesaba de vagar y se fijaba firmemente en su pequeño maletín de cuero que había depositado en el portaequipaje encima de su asiento, y se sentía reconfortado al pensar que allí dentro estaba la que habría de ser su compañera en las vigilias y en los apuros: una "Savage" automática, norteamericana con cargador de diez disparos de balas de acero, capaces de perforar diez chapas de zinc superpuestas, según el manual impreso en inglés que la acompañaba. Entre largas pausas y algunos diálogos breves transcurrió el tiempo exigido para llegar al final de su itinerario. La locomotora se detuvo jadeando y los pocos pasajeros que iban hasta Maciel descendieron sin prisa. En el andén, un hombre rústico, el encargado de la mensajería entre Maciel y Puerto Gaboto, vigilaba el descenso en busca del desconocido nuevo Jefe de Correos de su pueblo. Fue fácil para él advertirlo. El antiguo cochero intuía la llegada de relevantes, inspectores y funcionarios de la Repartición. Se acercó a él y una vez hechas las presentaciones del caso, los acompañó hasta su vehículo, un breque protegido con capota y cortinado que la gente joven distinguía con el nombre de mensajería y los más viejos con el pomposo nombre de diligencia.
Pasado el mediodía, el vehículo tirado por dos robustos caballos y con cinco pasajeros a bordo incluyendo el párvulo, el pescante lleno de cajas de correspondencia, encomiendas, paquetes y equipajes, se puso pesadamente en marcha. El cochero, no porque estuviese apurado, sino para demostrar su baquía en el manejo, arengaba a los animales con interjecciones ininteligibles haciendo chasquear el látigo sin pegarles. Los pasajeros se miraban entre si, observándose, sin intentar abrir una conversación. Uno de ellos, aparentemente vecino del lugar, rompió el hielo del momento y previa opinión sobre el tiempo, se lamentó de que en ese día no corriese el tren local entre Maciel y Gaboto.
-Circula sólo dos veces por semana —dijo— la gente habituada a viajar espera esos días para tomarlo ya sea de ida o de regreso. Evitan así las contingencias propias del camino tales como cuando hay mucho polvo o hace demasiado calor o frío. Suele ocurrir también que cuando llueve, el camino se hace intransitable y las inclemencias del viento o de la lluvia no dejan de molestar, especia]mente en invierno cuando se mojan las vestimentas. Seguridad de llegar hay, porque el conductor es muy hábil y a veces se engancha al coche un cadenero; pero muchas personas que no tienen urgencia, prefieren viajar en el tren. A veces no se gana mucho yendo en ferrocarril cuando hay temporal o hace demasiado frío, porque la estación de Gaboto está bastante distante del poblado y es menester tomar un coche para llegar a las casas. En fin, tanto el tren como la mensajería tienen sus adeptos y la gente se reparte en las preferencias, pero no podemos negar que en la forma que viajamos ahora resulta más aventurado y entretenido.
Dicho esto, y habiendo recibido el asentimiento de sus compañeros de viaje, el vecino se calló por un momento, mientras el crujiente breque seguía la huella polvorienta del camino y de vez en cuando se cruzaba con algún sulky, algún hombre a caballo o alguna carreta de bueyes que habla ya dejado su carga de cereales u oleaginosos en el puerto y regresaba cansinamente a su procedencia.
Siempre tocando el tema del acceso al pueblo, el vecino prosiguió con su monólogo:
—La culpa de todo esto la tienen los dueños de las tierras aledañas al puerto que con un criterio mezquino no quisieron cederlas para hacer el ferrocarril sobre la costa y también la han de tener los funcionarios o mandatarios provinciales que, seguramente ante la donación efectuada por propietarios de Maciel, con mayores influencias prefirieron hacer el trazado alargando el recorrido y agrandando sus beneficios... Y digo esto porque el ferrocarril en sus inicios no era privado sino de la provincia como su nombre lo indicaba: "Ferrocarril Provincial o de las colonias". Otra cosa habría sido si dejando el nacionalismo a un lado, hubiesen sido los franceses quienes trazaran el plano primitivo. Quizás hubieran visto con mayor claridad la conveniencia económica de llevar el carril hasta las mismas puertas de las vías navegables, sin esperar de donaciones ni de valorización de tierras particulares... Los gobiernos actúan con sentido político; los empresarios se gobiernan con ideas más progresistas y positivas; los particulares obran según sus propias conveniencias. Cuando la provincia de Santa Fe dio los ferrocarriles provinciales en concesión de explotación a la Compañía Francesa Fives Lille en el año 1888, ya esta gente había comprendido el desatino de no haber hecho pasar la linea troncal de Rosario a Santa Fe por Puerto Gaboto. Tanto es así que, transferido el contrato de concesión a la Compañía Francesa de los Ferrocarriles de Santa Fe, ésta puso en construcción, tres años más tarde, en 1891, el ramal de Maciel a Puerto Gaboto. De este modo se ligaba a la red de ferrocarriles nacionales un puerto internacional al que le auguraban grandes destinos. Pero aquélla fue una solución parcial. Tanto el camino como las vías férreas del ramal habían convertido al trazado en un callejón sin salida.
El nuevo Jefe de Correos y su esposa escuchaban con atención aquellos comentarios, exteriorizando su aprobación a las conclusiones del vecino, pero en su fuero íntimo no sabían si aquellas palabras sentenciosas, eran producto del entusiasmo localista del interlocutor o si las mismas habían sido vertidas con espíritu crítico en base de un estudio convincente del asunto. Dudaban para sí, por desconocimiento del medio como extranjeros que eran, que en el nuevo mundo las cosas se hiciesen con tanta ligereza, de modo que cualquier persona pudiese ver en ellas otras intenciones, y por eso tomaban con incredulidad lo que el hombre decía, aunque con sus gestos le daban la razón por simple causa de cortesía y de diplomacia. 
Empero, en síntesis el vecino había dado respuesta a la pregunta que se hizo el ex telegrafista mientras viajaba en el tren, acerca del inexplicable abandono de la costa en la trayectoria del camino. Estaban por llegar.
El infatigable hablador quiso, antes de terminar el viaje, verter otras opiniones personales y prosiguió:
-Estamos, como dije, encajonados. De un lado nos comprime el río Carcarañá; del otro, la falta de caminos y el bloqueo del Arroyo del Monje y hacia adelante el río Coronda, sus islas y más allá de las islas el Paraná. Siquiera hubiesen pensado los gobernantes en la utilización del río Coronda para traer desde el norte el cereal y otros frutos del país hasta el pie de los transatlánticos eliminando así zonalmente, los fatigosos y encarecidos transportes terrestres. La economía que podría haberse introducido habilitando esa vía de agua alcanzaría amplitudes insospechadas pues para hacer navegable el río Coronda desde Gaboto hasta su nacimiento bastaría solamente con hacer obras de canalización de costo irrisorio si se lo compara con sus ingentes beneficios. En un tiempo teníamos una escapatoria hacia el norte pues el camino desde la localidad de Maciel buscaba su orientación natural hasta Puerto Aragón pasando sobre un rústico puente de madera sobre el arroyo de Monje, muy cerca de nosotros, entre la posta de Zabala y la de Marcial Maciel. Aquello era sólo un paliativo que duró poco, ya que el camino a Puerto Aragón fue desviado hacia el oeste dejando de lado a ese puerto. Suprimido ese escape, siquiera... etc., etc. Ustedes perdonen que esté divagando; pero me cuesta creer que la incomprensión de los hombres, sus intereses y sus pasiones, destruyeran definitivamente el secular camino de las diligencias y condenaran a una región feraz y potencialmente económica por sus medios, al abandono y a la tristeza. Argumentos pueriles, tales como que el desvío del antiquísimo camino de las mensajerías, se justificaba para evitar la competencia del tráfico fluvial de cabotaje, no resisten el menor análisis, ya que la bifurcación comienza desde Puerto San Martin, desde donde precisamente el Paraná se empieza a separar de la costa, dejando su lugar al río Coronda, pálido competidor del camino, por no ser navegable en casi toda su extensión.
El orador interrumpió su charla al advertir que el resto del pasaje se estaba distrayendo a través de las cortinas o mirando al frente, sobre el pescante, y no prestaba mayor atención a sus palabras. Es que se alcanzaba ya a divisar la torre de la iglesia que emergía de entre una sombra boscosa y presagiaba la llegada al pueblo en pocos minutos.
Antes de entrar en él por el mismo camino que se convertía en calle y lo atravesaba, los viandantes tuvieron a su izquierda la primera visión de agua representada por una pequeña laguna cuya superficie se erizaba con la brisa que venía del río; de ese río que también hubieran querido alcanzar con sus pupilas, pero que se escondía pudoroso detrás de un terraplén y que no se dejó ver ese día, pues la mensajería se detuvo en una esquina de la plaza frente al Correo y no siguió hasta la bajada.
Descendieron los viajeros y en seguida se introdujeron en el local donde los empleados postales los estaban esperando.



EL NUEVO JEFE DE CORREOS Y TELEGRAFOS SE INSTALA EN PUERTO GABOTO

Al día siguiente, en la oficina de Correos se produjo febril actividad. El nuevo Jefe estaba ocupadísimo en hacerse cargo de la dependencia atendida por escaso personal: apenas un cartero y un guarda hilos. El presupuesto no daba para más. El inmueble locado era de construcción relativamente moderna y reunía las comodidades exigidas por la Repartición. En los registros polvorientos y desteñidos se encontraban antecedentes sólo desde la fecha de la instalación del telégrafo. Antes había sido una estafeta o una oficina postal. La creación de la oficina mixta (postal y telegráfica) databa del año 1882 y su primer jefe fue el señor Celestino Fernández. Dependió de la cabecera de la 2da. Sección de Santa Fe con asiento en Rosario hasta el año 1891 y desde esa fecha pasó a estar subordinada al Distrito 5to. con sede en la ciudad de Santa Fe de acuerdo con la ley de presupuesto de la nación. En 1886 estuvo a cargo de don Francisco G. Sharpes y en el año 1923 por medio del Boletín de Correos y Telégrafos se le da la ubicación jurisdiccional dentro del ámbito del ex Distrito 4to., Rosario. Políticamente la localidad pertenece al Departamento San Gerónimo, de la provincia de Santa Fe, cuya cabecera es Coronda.

Tales eran de escuetas las referencias sobre aquella modesta oficina, que el Jefe recopiló en sus apuntes, omitiendo quizás el nombre de los sucesivos funcionarios que la regentearon, que en número deben haber sido muy pocos pues en aquel entonces el asentamiento de las personas en los puestos era casi perdurable.

De entre los papeles que ordenaba, extrajo una circular en la que la Dirección General hacía saber las condiciones para su Jefe de oficina mixta, entre las cuales figuraba ''que debían conocer los aparatos que manejen, explicar los fenómenos que se producen en las líneas y en sus baterías, saber de los recursos de que pueden echar mano en los casos de necesidad o fuerza mayor, sobresalir en conocimientos generales, destacarse en la moralidad de su vida privada y exhibir constancia de que no es jugador ni vicioso". Cavilaba el Jefe sobre estos conceptos y la paga que recibía. Pero lo que más lo acuciaba eran las tan rigurosas condiciones, pues tenía fijada la idea de que aquél que estuviese en su lugar lo menos que podía pretender era tenerlas, y no conseguirlas o que se las pregonasen. Con esa idea rendía tributo a todos los Jefes anónimos que se le habían escapado de su lista y que con tales virtudes ya la posteridad los había unificado. 

En la oficina había pocos muebles, sólo los suficientes. El nuevo Jefe tenía ideas más precisas sobre el desenvolvimiento de las tareas y un sentido cartesiano del método. Por eso no cambió de lugar ningún mueble como le habían recomendado sus amigos, en el sentido que era eso lo primero que debía hacer para darse tono de ser conocedor de la funcionalidad en el servicio.En el salón de despacho público había un mostrador - ventanilla y en el fondo, adosado a una pared, el conmutador telegráfico, que se utilizaba para las pruebas de líneas y constatación de sus fallas. Debajo de él, un aparato de telegrafía compuesto de manipulador, un receptor de relojería, algunos instrumentos de medición de corriente, una lamparilla testigo de bajo wataje, un relais y varias clavijas,todo instalado sobre una mesa daba al rincón un aspecto de laboratorio. En otra habitación funcionaba la Jefatura, vulgar pieza oficinesca con su mobiliario de treinta años atrás,fecha de su habilitación. En una habitación contigua, sobre caballetes de madera, se veían una cincuentena de vasos de acumuladores conectados entre sí que alimentaban las líneas telegráficas. Esas líneas que siguieron la tradición de las postas en su recorrido histórico, que no quisieron saber de desvíos antieconómicos y de complicaciones técnicas que buscaban el camino más corto, por problemas de resistencia eléctrica y de consumo y que en su tiempo fueron los amores de Sarmiento. Esa oficina tenía importancia por eso: porque era de prueba y porque también era alimentadora. El camino alámbrico para el transporte de las ideas y del pensamiento, suplía el retaceo de que habían sido objeto las vías terrestres. De ahí la necesidad de que el funcionario a su cargo no sólo conociese la telegrafía eléctrica sino que también tuviese amplios conocimientos de electricidad. La habitación de los acumuladores era bastante amplia y con luz. Al entrar, se percibía un fuerte olor a ácido sulfúrico y siempre estaban las puertas y ventanas abiertas para evitar el estancamiento de los gases en el ámbito del local, pues tratándose de hidrógeno que forma con el oxígeno del aire una mezcla detonante, podía ocasionar en cualquier momento la voladura de la pieza si por imprudencia se entraba en ella con un fósforo o con cualquier material inflamable. 

El Encargado también debía prestar atención a que no se produjese la fusión de algún fusible o algún corto circuito, pues la chispa podría producir el mismo fenómeno.

En resumen, tales eran las características de la oficina de Correos y Telégrafos.

Afuera, el escudo nacional, puesto en el frontispicio era el signo distintivo de que en aquel predio funcionaba una dependencia del Ministerio del Interior, y en los días festivos, el tremolar de la bandera de guerra, complementaba la presencia de la Nación. Más allá del terraplén otro escudo y otra bandera idénticos, sobre el borde de las barrancas, señalaba la oficina del Resguardo, dependiente del Ministerio de Marina.

El Jefe, ávido de conocer su nuevo lugar de residencia, quiso estirar las piernas y llegó hasta la alejada estación del ferrocarril haciendo la caminata a campo traviesa, por un camino despoblado de viviendas. Antes de ver otra cosa, prefirió visitar aquel edificio característico, igual al de las estaciones que había visto durante su viaje, llevado por la afinidad de conocer a quienes tenían a su cargo el telégrafo ferroviario. Prosiguió luego su caminata siguiendo las vías que llevaban al puerto. Cuando llegó cerca de la costa, acarició su rostro la brisa que venía del río Coronda y sus ojos se iluminaron con el paisaje de aquel curso de agua y de las islas. Fue una sorpresa para él. Sabía que en esta parte de América los ríos eran caudalosos, pero se había formado la idea de un río más pequeño, quizás impresionado por la imagen que perduraba todavía en sus recuerdos del modesto Llobregat de su Cataluña natal. Advirtió en seguida que estaba en presencia de un verdadero hijo del Paraná. Cuando las vías comenzaron a bordearlo se empezó a insinuar el alto terraplén que suplantaba a las barrancas, en aquel trecho inexistentes, debido a una depresión del terreno, o presumiblemente erosionado por las aguas de las lluvias que, deslizándose en pendiente desde los campos lejanos, venían a morir en el cauce del río. En algunas bocacalles, un puente o una alcantarilla permitía el apoyo de las vías, y el Jefe debió recorrerlas saltando sobre cada durmiente en una proeza de equilibrio. En su camino, pasó frente al muelle de cabotaje y siguiendo adelante, entró en el laberinto de vías de la playa de maniobras del puerto que se utilizaba para hacer los cortes de vagones, canalizarlos hasta los embarcaderos, estacionar los cargados y los vacíos, Desde aquel mirador veía ya con nitidez las instalaciones del puerto donde estaban atracados algunos transatlánticos y más al fondo, en la rada, esperaban su entrada varios cargueros del mismo tipo. El terraplén a esa altura había desaparecido y ocupaban de nuevo su lugar las barrancas que, de trecho en trecho, mostraban algunas bajadas peatonales o para yeguarizos y vacunos. El embarcadero se extendía varias cuadras sobre la costa, más allá del puerto, ya sin las vías.

El jefe se metió en otro laberinto: en el laberinto del barrio indiano, lleno de senderos bordeados por ranchos de paja y terrón. Los habitantes observaban con curiosidad al transeúnte que hundía su mirada en el curso del río, deseoso de encontrar la confluencia  con el Carcarañá . A poco andar, el remanso de las aguas le indicó que allí estaba la desembocadura. Descendió de la barranca y llegado al lugar donde se unían en acuático abrazo aquellas dos corrientes, se sintió empequeñecido por la emoción de estar en el mismo lugar en que después de fantástica aventura el veneciano Sebastián Gaboto, bajo la protección de España, concretara la primera fundación española en el Río de la Plata.

Permaneció un buen rato en religioso silencio, meditativo, para después volver sobre sus pasos, cargado de varios siglos de recuerdos. Paradójico de que así ocurriera en el inicio de su etapa destinada a fraguar su porvenir.

De regreso, siguió otros caminos. Salido del barrio indiano, el trazado urbano se desarrollaba en una forma de damero, cuyas cuadrículas formaban las manzanas. Recorrió la mayoría de ellas, donde la edificación no era continuada sino dispersa, albergando más o menos unas 1500 almas. Algunas casonas, en la parte central, daban la sensación de riqueza; pero en general las construcciones de mampostería eran de características modestas y muchas sin revocar. Fue una especie de inspección ocular: nada de visitas ni de presentaciones. En su paso vio el local de la Comisaría, de la Comisión de Fomento, del Juzgado de Paz, de la escuela primaria, de una casa de ramos generales y de varios pequeños negocios y boliches. Al cabo de su recorrido se detuvo un rato en la puerta del Correo y desde allí observó calle por medio, la frondosidad de la plaza bastante descuidada; hacia la izquierda, la cancha de fútbol, una manzana de aspecto potreril, desierta; en frente, distante una cuadra, la iglesia.

Ese día fue una jornada de trajín: las pocas autoridades del pueblo vinieron a saludarlo, se animaron también algunos comerciantes y los representantes del puerto, y no faltaron los curiosos que, esgrimiendo futiles motivos estrecharon la mano al nuevo Jefe.

A la noche, ya en el seno de su hogar, y antes de entregarse al descanso el Jefe se había hecho una composición de logar. Ubicando al pueblo como un núcleo, agrupado en la superficie de un triángulo equilátero, formado por el río Coronda y el río Carcarañá y cerrado por un cateto imaginario como limite de las chacras. Lo concibió como un pueblo orgulloso, porque miraba al río y a las islas desde donde le venía la vida: del río llegaba su notable riqueza ictícola y el trabajo de los embarques que en el pasado inmediato y en ese momento podían considerarse fabulosos dada la pujanza laboral del puerto, con centenares de braceros; de las islas arribaban los frutos de su floresta y la prodigalidad de la pesca en los riachos, canales, brazos y arroyos; la explotación de la paja brava, principal material para la construcción de ranchos, las cuchillas de sus lagunas por el pastaje de ganado, la variedad de su fauna animal y sus cueros, la abundancia de hierbas medicinales y el inefable encanto de los pájaros.

Entretenido, encantado por su contemplación, el pueblo vivía a espaldas del resto de la comarca. Alguien justificaba esa actitud preguntándose : ¿para qué darle la frente si, por lo visto, esa comarca tiene la culpa de su desamparo? ¿Y para qué mirar a otro lado, si mirando al río está velando más de cuatrocientos años de tradición, significativos, trascendentes y valiosos, como que son el germen del alucinante nacimiento de una historia?

Su vida, en consecuencia, era local. Lo único que recibía de afuera eran los granos para el embarque y las vituallas, enseres e indumentarias para la subsistencia y vida de la población. Lo demás lo entregaba generoso: la caza, la pesca, los jornales del puerto, las explotaciones isleñas.

La población estaba compuesta en su mayoría por gente pobre que vivía en ranchos y en casas precarias o modestas. La gente próspera era poca y estaba dada por dueños de campos, acopiadores y algunos comerciantes, y un núcleo muy pequeño de personas de la clase media constituido por funcionarios y unos pocos empleados de comercio y del puerto.

La vida social se desarrollaba en un club deportivo y en especial en los boliches diseminados en la extensa planta urbana.

La única expresión cultural era la escuela. No había cinematógrafo ni otras instituciones. Los diarios y revistas llegaban por la mensajería y en poca cantidad porque la gente trabajadora no tenía tiempo de leer ni dinero para comprar las publicaciones.
No había muchas casas nuevas. Se notaba la ausencia de construcción.Sin embargo, algunas mansiones que databan de algunos años, demostraban que en un momento dado hubo un afán constructivo con tendencia a la suntuosidad y a la estética.
En el pueblo no había luz eléctrica ni alumbrado público. Desde que caía el sol todo quedaba sumido en la mayor oscuridad, a menos que apareciese una luna esplendorosa. Uno que otro negocio de ramos generales se iluminaba con gas de carburo: otros lo hacían con lámparas de kerosene a presión y con camisa, de las que se denominan genéricamente "sol de noche". Los embarcaderos del puerto usaban ese sistema. La mayoría de los comercios y familias más acomodadas usaban quinqués o lámparas a tubo, otras velas de sebo, cera o estearina. En los dormitorios se prendían de noche las mariposas que servían de veladores y en los ranchos se utilizaba el candil, que era más barato, formado por cualquier tipo de recipiente o frasco, una mecha o pabilo de algodón, alimentado por aceite de pescado que los pobladores elaboraban.
El agua, no obstante tenerse en abundancia en los cursos naturales, debía buscarse más o menos a doce metros de profundidad. Se cavaban pozos con brocal y eran muy pocas las casas que tenían una bomba de mano. Algunas mansiones, de las evolucionadas, contaban con el tradicional aljibe.
Por lo dicho, es fácil advertir que la mayoría de las viviendas no contaban con cuarto de baño, carencia que hacía olvidar a muchos las reglas de la higiene, a menos que se bañasen dentro de una tina. Como una consecuencia de esta falta de infraestructura las casas generalmente contaban con un excusado, para llegar al cual era menester salir afuera. Las calles se cubrían de polvo en tiempo de sequía porque la Comisión de Fomento no tenía carro regador y los habitantes del pueblo, cuando el aire se hacia demasiado polvoriento, clamaban al cielo para que lloviese.
En materia sanitaria aquella gente se encontraba a la mano de Dios. Había que ir hasta la localidad de Monje para buscar a un médico; en el pueblo proliferaban curanderos y curanderas. Un dolor de muelas había que curarlo con amuletos o de palabra, porque el dentista más cercano estaba en Maciel. La gente se fiaba mucho en la naturaleza y las mujeres encinta no tenían temor de hacerse atender por una comadrona, debido a que tampoco había parteras. Todos los partos eran naturales, a excepción de algunas madres que quedaban en el camino por falta de asistencia médica. Pese a todas las dificultades, el porcentaje de mortalidad infantil por falta de medios no era alarmante.
Felizmente, una farmacia surtida con los medicamentos más elementales y el idóneo de farmacia o aficionado que la atendía prestaba señalados servicios a sus clientes, haciendo curaciones y prescribiendo drogas o terapéuticos.
Una vez acostado, prosiguió haciendo un balance de lo visto. En un día sólo pudo tener una visión caleidoscópica. Se necesitaba ser un agudo observador para descubrir en seguida las carencias. La imagen que se había hecho del lugar de acuerdo a lo que se le había contado o había leído antes de su llegada, no era exactamente la misma. A medida que había ido descubriendo los lugares del pueblo, se le presentaron cientos de interrogantes que le impidieron prestar más atención a lo que estaba viendo. 
Tampoco podía detenerse mucho por el afán de analizarlo todo. En ese momento y magnificado por el silencio y la soledad de la noche, se le presentaba el paisaje colorido de la ribera, de las aguas, del cielo, de las islas, que emergía nítido como una pintura en parte bucólica, en parte agreste y salvaje con pinceladas apacibles y melancólicas. Había reparado en los árboles, pero no en sus especies que trataba de recordar. Había transitado por la costa y visto decenas de canoas y embarcaciones, trasmallos extendidos, viveros, pescados, sogas, elementos de pesca, etc., pero no recordaba qué hacían los pescadores en sus movimientos de un lado para el otro. Había pasado por el muelle de cabotaje y no recordaba precisamente la forma que tenía, quiénes estaban en él, qué embarcaciones había amarradas y qué era lo que hacía la gente que en ese momento lo ocupaba. Había pasado frente a los ranchos de los pescadores y hombreadores de bolsas sin reparar en su arquitectura, ni en los animales domésticos, ni en sus habitantes. En fin, se sentía satisfecho de lo que había captado y pensaba que la vida en aquella comunidad iba a ser tranquila y fructífera; que iba a tener tiempo suficiente para leer, estudiar, ampliar y practicar sus conocimientos y sobre todo para distender sus nervios y encontrar la laxitud que buscaba.
Inmerso en esas últimas ideas de paz espiritual, advirtió que la vela titilaba en señal de extinguirse y se quedó profundamente dormido.

… Y LA PRIMERA TRASMISION RADIAL SE ESCUCHO EN PUERTO GABOTO.

El carácter del Jefe era el de una persona algo retraída. Cuando tenía una tarea que cumplir, un trabajo que hacer a plazo fijo o una inquietud que satisfacer en sus libros o en sus revistas especializadas, no veía con agrado que lo distrajesen y trataba de eludir los compromisos privados o las conversaciones. El boliche no era lugar frecuentable para él, porque no gustaba de la bebida ni del juego. Por otra parte, tampoco podía tomarse por sí esas liberalidades que podían ser advertidas, aunque sea a la distancia por el ojo avizor de la superioridad que se lo prohibía. Le quedaba refugiarse en su trabajo, cumplir con sus obligaciones de funcionario y como esposo y padre. Y en ese refugio, encontraba la cúspide de su satisfacción, cuando le quedaba tiempo para dedicarse al armado de su pequeña estación radioeléctrica. En aquel entonces, en el país todavía no existía la radiotelefonía. Fue al filo del comienzo de la década del 20, pasados los primeros años del cese de la primera guerra mundial, que desde la Capital Federal se empezaron a irradiar tímidamente por el micrófono algunos programas. Recién el 27 de agosto de 1920, se concretó la primera transmisión radiotelefónica desde el escenario del antiguo teatro Coliseo de Buenos Aires. Se transmitió la ópera de Ricardo Wagner "Parsifal" y fue una revolución en el orden mundial ya que en los Estados Unidos esto ocurriría recién en el mes de noviembre de dicho año. El Jefe, que era radiotelegrafista naval, quería estar preparado y se enteraba de todas las novedades en el campo de las comunicaciones inalámbricas, y no veía nada mejor que experimentar previamente las transmisiones y recepciones con el sonido del alfabeto Morse, hasta que llegara el momento de hacerlo con la música y la palabra. Así fue, a fuerza de grandes sacrificios para obtener los materiales básicos, ya sea porque eran críticos o porque no tenía dinero para comprarlos, logró armar un equipo radiotelegráfico de completa manufactura personal, ya que las bobinas los condensadores variables y fijos, los reóstatos, las resistencias y demás elementos fueron construídos por sus propias manos. 



La actividad radioeléctrica estaba vedada para los particulares y así fue que una vez armado el aparato y hechos los contactos experimentales, el Jefe solicitó la autorización gubernamental al Ministerio de Marina de la Nación, único organismo que tenía a su cargo otorgar esas concesiones, para ponerlo en funcionamiento. Fue así que un buen día las ondas hertzianas hendieron la atmósfera con sus tímidas llamadas de poca potencia, que eran captadas en el puerto, en la rada, o por los barcos en navegación por el río Paraná, y que contestadas llenaban de gozo y de euforia a aquel personaje que para los pobladores era un ser de ciencia ficción. El Jefe no era polígloto, pero conocía además de su idioma el francés y dominaba un código especial para comunicaciones radiotelegráficas basado en palabras inglesas. Lo cierto es que, aparte de la satisfacción de poder comunicarse, el Jefe cosechó la amistad de muchos radiotelegrafistas extranjeros que, durante la permanencia del barco en el puerto, venían a conversar con él y le traían algunos presentes, en especial cigarrillos rubios que en estas tierras eran muy escasos. 

Algunos años después la mítica pelea FIRPO-DEMPSEY, también se eschuchó en PUERTO GABOTO…

Textos del libro PUERTO GABOTO, LA HISTORIA ARGENTINA COMIENZA EN 1527, de Amadeo Soler.

domingo, 9 de junio de 2013

AMADEO SOLER. Precursor de la Historiografía Gabotera.

Cuando hablamos de "precursor o pionero" de la historiografía gabotera sin lugar a dudas estamos hablando de AMADEO PELAYO SOLER. Este historiador gabotero fue el primero que sintió la necesidad de contar nuestro pasado, y que respondió a ese llamado casi religioso-vocacional con una voluntad inquebrantable de lucha por el reconocimiento nacional e internacional de éste terruño tan querido: Puerto Gaboto. Así se llamó su primer libro al cual orgullosamente agregó "La historia Argentina comienza en 1527". Su nombre de batalla no fue otro que "el Gabotero", con su pluma y su profunda convicción salió en una CRUZADA que no puede ni debe ser olvidada por nosotros. Hoy a varios años de su muerte, la lucha por la reivindicación histórica no puede abandonarse, esa debe ser la tarea de TODO GABOTERO y en esa senda nos encuentra a todos aquellos que formamos parte del Centro de Estudios Históricos Puerto Gaboto.

No es homenaje lo que hacemos con Amadeo P. Soler sino un RECONOCIMIENTO a su lucha, a su vocación histórica, a su sentido de pertenencia gabotera (que a pesar de haberse ido del pueblo muy joven nunca abandonó y menos aún renegó), a su entereza frente a las adversidades burocráticas, políticas y culturales que no entendieron a un hombre que vivió su tiempo con una mentalidad e ideas de futuro. Por todo esto muchas gracias AMADEO, el honor es para ud. y tenga la plena tranquilidad que mientras haya un gabotero de ley nuestra historia no se perderá...







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A través de estas palabras queremos recordar a Amadeo P. Soler, quien dedicó buena parte de su vida a estudiar, buscar información en archivos en nuestro país y otros países, recopilar datos de los más variados medios (antes de Internet), y vincularse con reconocidos historiadores como Enrique de Gandia, Vladimir Mikielievich y otros. Los frutos de su apasionada labor quedaron plasmados en la publicación de más de diez libros dedicados a la historia de la cuna de nuestra Argentina y la región. Vale decir que sus libros son de edición y esfuerzo particular.
Uniendo el afán didáctico y un documentado rigor histórico, Amadeo P. Soler trató de difundir el valor cultural y turístico de su olvidado solar natal. Así, dio vida al proyecto del arquitecto Oscar E. Mongsfeld, (continuado luego por los arquitectos Maisonnave padre e hijo) de construir un monumento representativo del Fuerte Sancti Spiritus. Proyecto que recibió el apoyo e impulso de la gente del lugar, consulados e instituciones intermedias. Pero también, el desinterés de varios entes gubernamentales. El proyecto finalmente se concretó en una fase inicial. De ese modo, pudo cumplir con su función didáctica para despertar en las nuevas generaciones el interés por el conocimiento de nuestros orígenes y por nuestra historia en general, invitándolos a profundizar en ella y formar así su propia visión.
La mayoría de los argentinos y, aunque parezca increíble, también los santafesinos, desconocen la historia de Puerto Gaboto, origen de nuestra patria. Muchas personas que se acercan por el atractivo de su pesca, de su maravillosa belleza natural, oasis de sosiego, se sorprenden al conocer el incuestionable valor histórico del lugar.
Años y años sin ningúna mención en los planes de estudio oficiales. Salvo contadas excepciones, como el libro de Historia Argentina de Alfredo B. Grosso, alguna publicación actual, o el aporte individual de maestras informadas, contribuyeron y contribuyen a zanjar tan injusto olvido.
El tema del descubrimiento y conquista de América lleva en sí un contenido de histórica y permanente polémica. Ocurre siempre cuando las diferentes posturas, estudios y opiniones contienen partes de verdad. También es importante diferenciar las distintas corrientes descubridoras/conquistadoras del continente. Sin vueltas, el escritor Juan José Saer expresa: .Pedro de Mendoza no era para nada un navegante, como Solís o Gaboto, ni un aventurero, como Pizarro o Cortés, era un cortesano adinerado, su expedición era lo que hoy llamaríamos una empresa privada..
En el caso de las expediciones descubridoras de Sudamérica, la de Juan Díaz de Solís de 1516, llegó a penetrar por el .Mar Dulce. (actual Río de la Plata), pero fue muerto en las costas uruguayas por los aborígenes charrúas. Luego, en 1520, Fernando de Magallanes encontró el paso que une los dos grande mares de la época: Mar del Norte y Mar del Sur (hoy océanos Atlántico y Pacífico, respectivamente).
En cuanto a la expedición de Sebastián Gaboto, que llegó a nuestra región en 1527, hay que tener presente que su destino, según capitulaciones, eran las .tierras de la Especiería., las Molucas (Oriente), siguiendo el camino de Magallanes. Es decir, no tenía una misión de conquista de la región. Anoticiado Gaboto, por sobrevivientes de expediciones anteriores que encontró en las costas de Brasil, de la existencia de una región rica en metales preciosos, especialmente plata (argentum), cambió el rumbo de la expedición y se internó en el Río de la Plata, y luego en el magnífico Paraná (voz guaraní que significa, río como mar o río pariente del mar).
En sus libros, Amadeo P. Soler dedicó una especial atención a los aborígenes de la región, a sus costumbres y vivencias, describiendo a los caciques de las diferentes tribus. Conocer más profundamente la historia de nuestros antepasados, de quienes transitaron por nuestro suelo y surcaron nuestros ríos, es una manera de homenaje, ante las innumerables injusticias que padecieron a través de los siglos.
Quizás, como reconocimiento, Puerto Gaboto sea un buen lugar de reunión de las distintas comunidades aborígenes de nuestro país, sumando también a los centros tradicionalistas criollos, gauchos y de inmigrantes de todas las nacionalidades que a través de los siglos conformaron y conforman el ser argentino. Quizás, una buena fecha sea el 9 de junio de 2027, cuando nuestra amada Argentina cumpla quinientos años.



F. R. Soler y flia.

Presentación del libro "PUERTO GABOTO, La Historia Argentina comienza en 1527", en el club Sebastián Gaboto, junto a Reinaldo Gómez, presidente del mismo y Onelia Ricci, (abajo a la izq.) esposa de Amadeo Soler. (Junio de 1980)

Junto al gran poeta ROQUE NOSETTO, quien realizó la presentación del libro. (Junio de 1980)

Dicen por ahí, por propia confesión del autor, que en su juventud, al escribir estos romances lo hizo para dar salida a un fuego irreprimible, casi volcánico que le impulsaba a hacer conocer los hechos más salientes de su suelo legendario, viendo que a nadie le importaba el asunto.




ROMANCE A LA LEYENDA DE MI PUEBLO NATAL

Ha más de cuatro siglos que Gaboto
hoyó el misterio de salvajes tierras
enclavando en el Fuerte Sancti Spíritus
el nombre de la España y su bandera,
y en ese mismo sitio vió la vida
mi corazón con pretensión de poeta
que hoy cantando recuerda a sus lugares
con la emoción más honda de sus cuerdas
satisfecho y feliz de haber latido
donde murió una heroína de leyenda.

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Se estremeció la flora impenetrable
y se durmieron las undosas aguas
presintiendo el arribo de la Diosa
que en la vetusta y sigilosa barca,
envuelta por perfumes de tragedia
al punto terminal se aproximaba.
¡Es mujer o visión, la que en la borda
languidece al infierno de las salvas!
iEs mujer o visión la que se atreve
a lacerar el alma de la atlántida,
y a desafiar la selva majestuosa
que en las límpidas aguas se retrata!


Es mujer, sí; allá está esbelta,
apoyada en la borda de la barca,
aumentando el conjuro del paisaje
con la luz sin igual de su mirada.
Absorto la contempla el aborigen
que acecha temeroso entre las plantas,
brotando el regocijo por sus fibras
al contemplar la navegante casa
que se detiene balanceante y muda
en la fluvial y agreste encrucijada.
Y héte aquí a Mangore, acariciando
las rústicas aristas de su lanza,

pide al Gran Sol le otorgue la bravura
del jaguar que madruga en la maraña.
para llegar al fuerte de los blancos
y captarse el cariño de la Hispana.
Y Siripo... ¡Qué piensa! ¡Por qué vela
junto a la pira, próximo a las aguasl
Les ruega en oración a las estrellas:
“Denme vigor y fuerza porque quiero
romper la resistente empalizada,
y oponiendo mis brazos a rivales
llegar hasta los predios de mi amada”
Cumplieron las estrellas. Una noche
que ausente del espacio se encontraban,
volcaron los Timbúes sus astucias
en millares de flechas incendiarias.


Y allá, dentro del fuerte;
celoso del amor de la Miranda,
Siripo a Mangoré deja tendido
en cobarde traición premeditada.
No adelanta el Caín en sus empeños:
el valor y el orgullo de la Hispana
contrarrestan los ímpetus salvajes
del cacique infeliz que la reclama.
Ya no canta el zorzal en la ribera
ni están serenas las salvajes aguas
pues la surcan en todas direcciones
cantidad infinitas de piraguas.

Hay festejos de sangre en la espesura:
Siripo a condenado a la Miranda,
por no corresponder sus pretenciones
a morir consumidas por las llamas.
Y al elevarse al cielo la humareda
junto al funesto trepitar de ramas,
se ilumina la selva murmurante
con el vivo color de la escarlata.

Desde esa noche, según un lugareño
las flores del Ceibal ya no son blancas.






Entregando libros a alumnos de la escuela en el club Sebastián Gaboto. (Junio de 1983)




Acto del CENTENARIO DE LA ESCUELA FISCAL 292 de Puerto Gaboto. (Noviembre de 1986)


Inauguración de la cerca y reja de protección de la CRUZ DE LOS NAVEGANTES. (Setiembre de 1990)